viernes, 17 de octubre de 2008

LAS FIGURAS DE LA MUERTE




Una calurosa tarde de agosto estaban sentados, en el bar Marañón, el periodista Laureano Santana y el comisario Acevedo Díaz, apodado el “Tufo”, porque olía a muerto y cinco intentos lo habían dejado cojo y con más de un boquete en su cuerpo. Parecían dos anarquistas confabulando contra el régimen, pero no. Las ganas de una cerveza, los había reunido en ese bar de mala muerte.
Aunque ambos eran idealistas, eran distintos, ellos lo sabían. El comisario era un hombre de ley, la respetaba y procuraba hacerla respetar, era un pobre diablo. Laureano había sido dirigente de izquierda, con un partido derrotado. Esperaba otra época mejor. Lo de escribir crónica roja, una casualidad, necesidad económica. La audacia de su pluma periodística, le había ganado cierto reconocimiento. Alguna “chiva” se la debía al comisario. Él, más que nadie, conocía las encrucijadas de la zona negra y el pensar de los rufianes. Le tenían miedo, el tira era insobornable y astuto como zorro. El por qué esa amistad, no se sabía. Años pasados de farra, de colegio. Nadie sabía.
En una esquina del oscuro bar, donde emergían pútridos olores mezclados con vicios, se armó una trifulca. Una ramera acababa de descular una botella y amenazaba a un hombre barrigudo. Ebrio como una cuba, el hombre reía sin dar importancia a los berrinches de la mujer. En un descuido el hombre le atrapó la muñeca, mientras que con la otra mano agarró la cabellera, la dominó y sentó en sus piernas. Todos rieron lanzando vivas a la putería. Un son de la vieja cuba, rasgó en dos la tarde encendida de la carrera octava, donde la miseria se arrincona en la música.
Impasible, con la mano en la quijada, el comisario veía sin ver alrededor y sus oídos aislados del barullo de los borrachos, sólo captaban la voz de Bienvenido Granda. Del ensimismamiento lo sacaron las no sorprendidas palabras de Laureano que decía:
-Es curioso, sentir que a uno lo van a matar y teniendo los recursos no tomar precauciones.
-¿Por qué lo dices? -respondió el comisario, mirando los ojos de Laureano. Era su costumbre cuando interrogaba. Si era la razón de la cita, una mierda.
-Usted lo sabe -dijo sin quitar la mirada, -los que lo han sentenciado, están disgustados, su intromisión es severa...Ellos tallan por lo alto. Un pez gordo, es un pez gordo.
-Sí a uno lo van a matar, lo matan, de eso esté seguro. Es el azaroso mundo que he escogido para vivir, como vidrio para paladear. En cambio usted, amigo mío...Contradigo su pasado político, no lo acepto, de pronto respete ese pensamiento, se lo digo, no sé en la práctica que suceda. Pero ahora, no sé, no entiendo que hace usted metiendo la nariz, en vericuetos de lenocinio, de hampones y sicarios.
Los gritos de un vendedor de lotería, fue una disculpa para concluir la charla.
-Venga, -dijo el comisario, apurando el último trago de cerveza. -acompáñeme al anfiteatro. Hay que atender un oscuro caso.
En el anfiteatro tenían el cuerpo desnudo de un anciano, sobre una mesa de mármol. Un policía pasó el informe al comisario, que leyó rápido.
-No parece un bandido -dijo Laureano, en voz baja, observando el cuerpo con detenimiento. -Este hombre expresa una sonrisa plácida, como si estuviera agradecido de su desgracia.
-Muertos todos ponen cara de angelitos, -dijo el policía con burla, -pero vivos, estos desgraciados son candela.
-Hay informe que andaba enredado en negocios turbios -dijo el comisario. -Se llamaba Gregorio Rubio, era un artesano, él se decía escultor, artista. Vivía en Santa Rosa. Tres balazos a bocajarro, dentro de su rancho, a las diez y cuarenta de la noche. No forcejearon puertas ni robaron nada. De seguro que el homicida era amigo o muy conocido del finado. Algún ajuste de cuentas. Vamos a echar una ojeada a su rancho.
Gregorio Rubio vivía solo, sobrellevando una resignada pobreza, en una casa típica de la zona negra. La puerta principal tenía doble cerrojo por dentro y fuera. El zaguán desembocaba en un patio con marquesina y reja de seguridad donde descansaban unas poltronas de madera tallada, estilo Luis XV, carcomida por el gorgojo. En la solitaria alcoba, una cama de hierro, una mesa de dibujo, un televisor, un radio, un armario guardando un humilde vestuario. En dos cuartos contiguos estaba el taller. Nada. Una mesa de trabajo, un horno quemador, estantería con cerámicas precolombinos y herramienta para estos menesteres. El juez de instrucción criminal, husmeó con sus sabuesos por aquí, por allá, interrogó al vecindario, sólo por cumplir un requisito. Se sabía: un caso cerrado.
Laureano tomó fotos. Le llenó de admiración el preciosismo de unas alcarrazas de animales cuyas patas mineformes sirvìan de soportes. Habían otros recipientes: urnas funerarias, con el típico ornamento antropomorfo, y siniestras figuras con significado ritual, que bien podían pasar por originales. Le dijo al Comisario que quería indagar, que le prestara cuatro figuras, de diferentes tribus. No había más que hacer. Pero en el fondo le quedó clavada una espina. Sintió tristeza por el anciano asesinado.
En casa se sentó a escribir su artículo. No había mucho que decir. No quería entrar en detalles y decir pensamientos que le cruzaron por la cabeza. Prefirió ser prudente. Sospechó que tras la muerte del viejo se ocultaban turbios negocios.
Las preguntas quedaban flotando en el aire. El homicida quedaba en la impunidad, como una bala tránsfuga, recorriendo las calles de la ciudad. Habían muchas ideas cubiertas por la metáfora, para que las atrape la inútil justicia. El informe era una reseña sencilla que destacaba algunas fotos de las figuras, con un título algo sensacionalista. No más.
Al día siguiente después que el periódico editara la crónica de las figuras de la muerte, en el embarcadero portuario se encontró un contenedor repleto de cerámicas con idénticas características de las fotos, cargadas con narcóticos. Casualidad o no, dos días después, Laureano recibió un sufragio. El periódico, para evitar represalias, le pidió su renuncia. Así de sencillo.
El comisario llamó a Laureano por teléfono y riendo burlonamente, le dijo:
-Ya ve amigo, como está esto de jodido: sale de casa, pero no se sabe si regresa, así esta la situación. Ahora, a usted también le toca cuidar su espalda, o mejor, perderse.
Del libro: Como tinta de sangre en el paladar. Santiago de Cali 1999.

DESEOS Y APRENSIONES



Salimos de paseo con la familia, en un bus típico escalera, doble banca. A mi me correspondió el puesto en la parte trasera, con mi prima Irene. Era un primor de niña: blanca, cabellos de ángel y labios gruesos, rosados. Belleza no había igual. Cuando salimos de casa eran las cuatro de la mañana y el cielo estaba negro, cubierto de extrañas e impenetrables sombras. Irene se recostó en mi hombro y empezó a dormitar, mientras los paseantes entonaban canciones viejas de esas que no se olvidan nunca. Un minuto más tarde mi prima ya estaba recostada en mi regazo. Había, en su abandono, una total despreocupación, era un ser flotando a la deriva, relajada, en una oscuridad absoluta. Su estado descubierto de vergüenza, me hizo pensar en la máscara que encubren los corazones solitarios en sus empeños amorosos -a través de ella, en el mío propio-, como si la oscuridad nos invitara a confesar nuestro más recóndito deseo, que hasta ese momento, no era claro para mi. Pensé en los corazones voluptuosos y apasionados, en la amistad, en la soledad y en la muerte. También en los horrores que te carcomen por dentro y que son un enigma o un temor eterno y que yacen como un diablo en el interno nuestro. Así me abstraje en el pensamiento y no escuché las tonadas que cantaban los paseantes; mientras en la noche cabalgaba, incesante, una rosa de fuego en el etéreo infinito, y entonces fui consciente de mi humedad, de mi ansia. Con sutileza acariciaba el cabello, el rostro de Irene. Con el dedo seguí sus floreados labios y en ellos hundí mi dedo. Irene, con su deseada silueta virginal, lo succionó y rodeándolo con su lengua mojada, empezó a mamarlo con delicia voraz y perversión. La acción encarnada me emocionó, de tal manera que en mis entrañas hubo una catarsis. Una franqueza con mi propio placer. Esas bastas sombras de nubes animaloides y voluptuosas, tenían que ver con mi deseos y aprensiones. Pense:
Irene, sombra copular de la noche
amante de lesbos, dioses y caricias

Y con mano cálida empecé a rodear su cuello, desabroché el botón de su blusa y, como si fuera una crisálida, lambí con los dedos el pezón. Es que temía desbaratar toda una telaraña de ricuras y entonces, aprisioné su pecho jugoso y ella gimió con un murmullo constelar que me atravesó como un relámpago. Sin más, sumergí la mano entre sus piernas hasta que pude atrapar su pubis virgen, ardiente, en donde extendí mi mano entera, atrapándola como una mariposa encantada. La acaricié con ternura-suave y otro espasmo volvió a gemir su cuerpo, y con amor cuidadoso le hundí el dedo desflorando el himen. El crepúsculo matutino fue glorioso.
Aclaró y con la luz apareció el río descendiendo la vereda. Era un agua límpida, briosa, arropada de follaje y espeso bosque verde. En un valle tranquilo hicimos parada.
Empezaron los juegos, los gritos; las risas se mecían en las hojas de los árboles y la alegría dele a loquear por todas partes. Para mí todo era gris. Me senté a la sombra de un viejo Samán, haciendo que leía Las flores del mal. Mis primos, que empezaban a despuntar los catorce, quince años, eran raquíticos, con ganas de ser hombres. Mi padre vino y me metió al río. Todos reían, yo tenía furia. Mas allá Anita abrazaba a Irene, jugaban y reían por mi estado. Yo sentí celos.
Por la noche soñé, (lo tomo como eso...). Era la misma pesadilla de siempre. La sombra de un ser terrible, una sombra posándose sobre mi pecho, como un súcubo, aprisionándome en un ahogo angustiante. Pero esta vez se sentó al borde de la cama y, después de taparme la boca, metió su mano fría entre mis piernas envolviéndome en un éxtasis terrible. Yo veía todo como a través de un negativo en blanco y negro. Era la sombra de un hombre, lo que estaba impreso en el negativo, ese era el motivo de mi desconcierto y angustia: la violación de mi tranquilo sueño.
Una tarde de ahogo, de esas que no sabes si eres tú la que habita tu cuerpo, sentí, mientras estudiaba anatomía en la biblioteca, unas nauseas terribles. Fue inevitable, empecé a vomitar hasta arrojar el negativo de mis sueños en el escritorio de mi padre. No sabía si alucinaba, o era una terrible verdad. Una fastidiosa rabia se apodero de mi y una extraña ansia. Fui a la cocina y con el cuchillo de cortar carne, apuñalé el negativo y mientras lo punzaba con la punta del cuchillo, sentí calor. Me tiré en la alfombra, despojándome de prisa del pequeño calzón y después de agitarme el clítoris con cortas y rápidas vibraciones, introduje el dedo dentro de mi vagina húmeda; y olvidando la angustia, gocé con ganas, de una reprimida masturbación, pensando en Irene. Era sábado, esa noche se quedaría en casa. Iba a dormir conmigo.
Del libro: Como sangre de tinta en el paladar. Santiago de Cali 1999

NO QUIERO NINGÚN TELEVISOR



El viejo Batman despertó antes de la hora acostumbrada. Sacó la mano del mosquitero y cogió el reloj de toda la vida, miró la hora y volvió a cerrar los ojos. En la cocina escuchó a su mujer colando café para servirle con tostada. La lluvia tamborileaba en el tejado de aluminio.
Se levantó sin aliento y fue a la cocina improvisada en la parte trasera del solar. De la viga, colgaban dos veraneras y una biflora, que daba frescura a la cocina; en la mesa del comedor había un viejo mantel y una cesta con bananos verdes.
-He soñado que te compraba un televisor a color -dijo Batman, a manera de buenos días.
-Raro, -dijo ella sin detener su labor -yo cuando soñaba lo hacía en blanco y negro. Bueno, debe ser un sueño agradable.
-A color o blanco y negro, -dijo el viejo, sin levantar la cabeza, -para mí soñar es desagradable. De todas maneras, algún día te voy a comprar un televisor a color.
Ella lo miró y ladeó la cabeza de un lado a otro. Cortó dos flores de la biflora y las puso sobre la mesa.
-Eso suena a remordimiento, a promesas incumplidas -dijo ella con resignación.
-Por dios bendito, mujer, te voy a comprar un televisor aunque sea lo último que haga, -reafirmó con determinación.
-No blasfemes hereje -dijo ella disgustada, -deja a mi diosito quieto que yo nunca te he pedido nada, menos ahora...
El viejo Batman bebió el último trago de tinto, cogió el morral con la vianda y salió sin despedirse. En la calle se sintió inútil, cansado. En su buena época había sido un hombre duro. Ningún obrero se le había igualado trabajando la forja. Había hecho maravillas con el hierro, la porra y el fuego. Los portales y verjas que encierran el Palacio Nacional, eran obra de su mano, él con un ayudante. Eso ya nadie lo recordaba. Los jóvenes trabajadores de la Calle de los Cerrajeros se burlaban y los camaradas de generación le tenían lástima. Ya no hay energía para hazañas, los tiempos han cambiado, le decían sus amigos, cuando por el influjo de un aguardiente, Batman fantaseaba como un joven fuerte. Olvídate hombre, le decían, ya pasó nuestra época. Batman no lo creía así. La situación estaba difícil, la forja había pasado de moda, pero cambiará, cambiará. Ya verán quien soy, pensaba, guardando esperanza.
Con la cabeza metida entre los hombros, llegó a su taller. Un señor lo esperaba sentado dentro de un carro.
-¿Es usted a quien le dicen Batman?, -preguntó el desconocido.
-Sí señor -respondió el viejo con humildad.
El hombre descendió. Miró dentro del local, sintiendo un fuerte olor a chatarra. Había una vieja fragua, un soldador destartalado, dos yunques y una mesa de hierro.
-Ya que lo han recomendado..., -dijo el hombre con desconfianza, colocando sobre la mesa una flor de hierro -queremos que nos haga dos mil figuras de éstas. -El viejo Batman la recogió, tanteó su peso y observó la bella flor con atención. Era una pieza cincelada con manos expertas.
-Sí señor, claro que puedo -dijo. No era fácil.
-Necesitamos doscientas figuras semanales. Si usted cumple la cuota, le seguimos dando trabajo. -Dijo con determinación.
-¿Doscientas? Es mucho...
-Es lo que exigimos, ni una menos.
-Está bien, acepto.
En la Calle de Cerrajeros la noticia se volvió apuesta. Vender el alma, por trabajo, era jodido. Los viejos camaradas le desearon buena suerte.
Fue difícil empezar. La varilla era de material pesado y el hierro estaba muy acerado, el carbón húmedo y lo peor, no sintió la fuerza de antaño. Como sea, iba ha salir adelante, estaba seguro. Trabajaba todo el día con el sólo descanso del almuerzo al mediodía, hasta las ocho de la noche, sumergido en el fuego, en su pensamiento. Siendo joven había perdido tiempo y derrochado las utilidades en pendejadas. No estaba arrepentido, ¿acaso era malo tomarse unos tragos, jugando zapo, con los amigos? Claro que no le había dado gusto a su vieja. Había preferido gastar el dinero con putas de bares, joder la vida sin pensar en el futuro. Mal tiempo para arrepintiese, pensó. Esa era su preocupación, remediar un poco su egoísmo. Ella tenía razón al decirle que lo acosaba el remordimiento. Como sea, soy un vergajo, pensaba, golpeando con furia el hierro y parecía no sentir el sudor que le bañaba el cuerpo, el agotamiento de sus músculos. Pensar le ayudaba a olvidar su impotencia física. Tenía que cascar el hierro sea como sea.
Su mujer no se alegró con el negocio. Sabía que su marido no estaba para esa guerra, era un testarudo. Pero no le dijo nada. Se limitó a ponerle parte de su almuerzo en la vianda de él. Fue a la tienda, y por unos cuadros de panela y una chuspa de limones, dejó en prenda su único tesoro, un cofre de plata, recuerdo de su madre que guardaba desde niña. Pensaba que dándole agua de panela con limón no se deshidrataría y obtendría algo de energía.
La primera semana pasó la prueba. El dinero ganado lo puso encima del nochero; pero la segunda empezó con la fragua dañada y un fuerte dolor lumbar. Al mediodía ya la había arreglado. Se tomó tres tinteros de aguardiente y arremetió con furia.
El décimo día, un miércoles por la noche, ya para terminar, sintió ganas de orinar y no pudo, se le jodió la próstata. El cuerpo bañado en sudor temblaba de cansancio, parecía que sus músculos se hubieran rebelado a seguir adelante; para reanimarse se tomó dos tinteros de aguardiente y cuando volvió a encender el motor de la fragua, escuchó algo parecido a un canto de sirena, después, estupefacto vió como el motor empezó a echar humo y un cortocircuito prendió la chispa que empezó a trepar por los desordenados cables podridos. Batman contempló el pequeño fuego como una araña gigante. Él no hizo nada. Los vecinos que se habían aglomerado en la puerta, lo vieron surgir de entre el humo, pisando sobre un cerro de flores de hierro. ¡Uurrraaa!, gritaron todos al unísono. En la espalda cargaba la marca de la derrota, como pordiosero pateado por una mula. Batman, Batman, gritaba la chusma, le has ganado la vida al Diablo, Ja-ja-ja. ¡Bravo! Batman.
A su mujer no dijo nada, pero no era necesario, ella lo conocía como la palma de su mano y lo trató como siempre lo hacía, como su héroe. El viejo Batman comió sin apetito y se acostó. Su mujer fue a la cocina, sacó un frasco con aceite de oliva y empezó a frotarle los pies, le cogió la mano y mientras le masajeaba los arrugados brazos le dijo:
-Mí viejo Batman, yo no quiero ningún televisor a color, yo únicamente te quiero a ti. -Pero el viejo Batman ya se había dormido.
Del libro: Como tinta de sangre en el paladar. Santiago de Cali 1999

TODO POR ELLA

Marco Aurelio despertó exaltado. Miró a la ventana. La luz tropical de Julio le bañaba el cuerpo desnudo. Estaba sudando. Trató de recordar el sueño que se perdía como humo. Era noche, una noche fea y trataba de avanzar por la calle contra el viento. La neblina empezaba a trepar por las piernas. Entendió que si seguía avanzando se iba a joder, retrocedió y cogió otra calle. La neblina empezó a descender. Encontró la vieja casa paterna. Había fiesta. Su hermano era centro de atracción, él también era centro de atracción. Extraño, los amigos con rostros desconocidos. Mujeres jóvenes exhibiendo ropa extravagante, derroche.
Era un sueño desagradable, un mal agüero que prefirió cambiar por el canto de los pájaros matutinos.
Afuera en la piscina, el jardinero, un negro fornido, recogía hojas que caían de la veranera. Matilde, la cocinera, canturreaba con su voz de negra una canción triste.
La alcoba estaba pulcramente ordenada y el olor a lavanda le daba frescura. A él le gustaba la limpieza, el orden. Se quedó acostado, ¿sin pensar?, o entraba a un mundo que él había ido construyendo, un
mundo oscuro, sin tiempo, sin principio ni fin. Nadie osaba interrumpir su reposo, transgredir el espacio de su alcoba. Los escoltas sabían que la alcoba del señor era un recinto sagrado. Todos lo sabían. Ahí curtía su mundo, su voz pausada como cernida por el pensamiento. El tono temerario de su voz se sentía en el ambiente como un sello de su temperamento que enmarcaba un rostro inescrutable. Podía pasar horas, días en un encierro inútil.
No ese día 5 de Julio. Ese día despertó inquieto y estaba inquieto. La noche anterior, uno de los muchachos le dijo que había visto a Marían con Antonio Giraldo, uno de los hombres preferidos de don Pedro Grimaldi. La espina de la duda empezó a navegar por todo su cuerpo destrozándole las entrañas. Él respetaba a don Pedro Grimaldi y a las cuatro familias aliadas. No era tonto para contradecir los designios del poder; sabía lo que eso significaba, además, todos merecían respeto, y él se sentía humillado, algo impotente. Sabía que meterse con esa gente era una guerra perdida. Aunque en el fondo no podía predecir de lo que él era capaz. Pero una cosa sí estaba seguro, que no era pendejo, menos un cachón.
Era pasado mediodía cuando entró a la ducha. Después de una espaciosa limpieza salió a su despacho. Matilde le sirvió pollo con verduras al vapor, jugo de mora en leche, pudín de vainilla y dos tabletas de vitaminas. Comió con lentitud, respondiendo llamadas, postergando citas, definiendo negocios. Pasadas las tres de la tarde, guardó entre la cintura la pistola nueve milímetros y salió, sin escoltas, en el Mercedes descapotable.
En tres días cumpliría 24 años. ¿Que más le podía pedir a la vida? ¡No! no estaba satisfecho, tal vez porque era impetuoso. Cortó camino a gran velocidad por la autopista con destino incierto. Pensó en Marián con un dejo de fastidio -amor, odio-. Las sombras de los árboles le cruzaron la cara con imágenes sueltas. Marián desnuda, de espalda cabalgando. Delgada, sus nalgas pronunciadas haciendo una curva perfecta; la piel morena por el sol, el cabello alargado por su movimiento, un ritmo de mar con luna, cuando la luna llena embravece el mar. La mujer es un espécimen raro, incomprensible. Ella dijo que no era el dinero lo que la había atraído de él. ¡Mentira! Ella dijo, que él era un hombre triste, de temperamento avasallador y extraño; un lobo solitario. No era un chico común y corriente. Era un concepto demasiado ambiguo, una fórmula de mujer. Una fórmula erótica, para atraer a un indiferente. ¿Indiferente? O misógino. ¡Sí!, no era hombre fácil de encender. Mientras recuerda mira: La blanca sábana y Marián bocabajo, la espina dorsal haciendo una línea que termina en un punto. La almohada en la pelvis levantando las nalgas, un culo precioso. La contemplación silenciosa. Erección: se abre, recibe, se humedece, y después se retira para buscarse a sí mismo. Quedarse con la imagen del deseo; disfrutar la contemplación como una forma de excitación. La quietud del cuerpo desnudo en la indiferente noche. Marián lograba arrecharlo como muy pocas mujeres.
Estaba en la avenida Rosa. El viento le acarició la melena, el cuerpo. Unos jóvenes de piel canela y mirada franca, reían a carcajadas. Una chica de ropa vaporosa, con rara mezcla de hechizamiento y reticencia, cruzaba la calle, mirando los chicos. La música antillana del atardecer en los bares, alegraba el cuadro. Una de las chicas se quedó mirando a Marco Aurelio, con mirada coqueta, él le correspondió con una sonrisa y continuó la marcha. Aceleró. Inoficioso se adentró por calles del Centro Norte y anduvo dando vueltas y vueltas, como si se la buscara.
En la pastelería Koller de la avenida Ferrocarril, se encontró con Antonio Giraldo. El hombre estaba sentado, disfrutando el fresco de la tarde. Tomaba cerveza, acompañado de una chica. Antonio era de la misma edad de Marco, de temperamento irascible; un gallo de pelea con prestigio. Por eso estaba donde estaba. Una casualidad. Las miradas se encontraron. Antonio lo miró con ironía, cierto gesto despectivo. Todo fue rápido. Marco sintió que el viento le abofeteó la cara con desdén. Siguió su marcha, sin pensar en nada, como levantándose de un golpe.
Un bermejo nubarrón encapotó el cielo, amenazando lluvia. Marco parqueó en la Posada del Chileno. Pidió langostinos al ajillo. Ahí encontró a un ex-escolta. El hombre por ganar puntos le confió que había visto la noche anterior el carro de Antonio estacionado en casa de la señorita Marián. Marco sintió un escalofrío como si la muerte le rozara el cuerpo; después, un explosivo temblor interno. Pálido. No dijo nada, no expresó nada. Probó la comida, tres o cuatro bocados sin saborear y se retiró.
Muy rápido volvió a coger la autopista a gran velocidad. Iba rumiando su ira, como toro cercado en un laberinto, y una idea se fijó en el pensamiento, sin medir consecuencias. En un obelisco giró en redondo y empezó deshaciendo el camino que había recorrido. A la angustia se sobrepuso una frialdad terrible. Nuevamente la avenida Rosa, la bullanga de los bares. Marco Aurelio estaba en la avenida Ferrocarril, en la pastelería Koller; se dio cuenta que estaba descendiendo del carro como si nada, con una frialdad absoluta. Antonio seguía sentado en el mismo puesto. No vió a Marco Aurelio hasta que lo tuvo de frente. Fanfarroneó un gesto petulante que no duro. Marco Aurelio accionó el frío gatillo solo una vez, en el pecho. El cuerpo se fue de espalda y el runruneo terrible de una moto opacó su grito.

Del libro de cuentos: Como sangre de tinta en el paladar. Santiago de Cali. 1999

LA TRAMPA

La desesperación dejó en entredicho una huida forzosa. Ahora, tres años después de obligatoria reclusión, Marco Aurelio era otro. Otro su mundo amortajado de traición.
Lo perdiste todo ¡cabrón!, por una puta. ¿Se justifica tres años escondido?, ¿una fortuna por una bronca de celos?. Horas acostado, reconstruyendo el pasado, recordando a la mujer por quien se jugó el pellejo, hasta hacer el recuerdo intranscendente, aunque en el fondo era un amor imborrable. El muerto costó una fortuna. La pandilla que protegía al finado alegó que el muerto tenía con ellos una cuenta muy grande. Tocó pagar. El hermano mayor hizo los negocios apoyado con influencias; alegando que todo había sido un problema de honor. En definitiva esa era la verdad, demostrar un fetiche de hombría, de poder y también una infantil arrogancia.
Marco Aurelio dejó su escondite una tarde de verano. Miró el apartamento que dejaba. La alfombra estaba cochina, deshilachada, los muebles olían mal, el televisor descompuesto. Todo era un desastre. Se puso unos lentes oscuros y salió al encuentro de la bulliciosa Ciudad.
Libre de peligro, ahora vivía en la soledad de una laboriosa construcción. Era un hotel hexagonal, construido, manteniendo el estilo de un monasterio medieval. En su interior hay una plazoleta empedrada; a un lado, la capilla en cúpula y, ya sus arcos de ladrillo y sus formas deparan el placer suntuoso del reposo. En la parte alta del séptimo circulo, está ubicado el nuevo apartamento de Marco. Una elección a su gusto. La decoración juega con la línea de la construcción, manejada con sutil toque de modernidad, creando un espacio agradable con todo lujo de detalles.
Visto de perfil, sentado en el sofá de piel gamuza, frente a la ventana, bañado por la luz irreal de la moribunda tarde sabanera, su rostro inescrutable de hace tres años, parece, de alguna manera haberse modificado, como si en la frialdad hubiera entrado el calor y en sus ojos, algo parecido a la tristeza. Sólo el tono de su voz no había cambiado: pausado, con decisión. Sus temas eran distintos. Él era distinto. Su sintaxis, su compostura eran los modales del hijo de un burgués, con la diferencia que en su discurso había cierta filosofía entroncada de la vida, del hombre de mundo. El confinamiento le había enseñado a estudiar gestualidad de gente bien; ademanes frívolos que no expresan nada y esconden el pensamiento. Eso lo disfrutaba en silencio.
Quería olvidar el pasado. El mundo del bandidaje, los estrafalarios gustos y los placeres sórdidos. Estaba interesado en invertir en propiedad y raíz, construcción. Buscaba otra forma de vida, otra categoría social. Andaba con lindas chicas de la sociedad. No faltaba alguna modelo famosa o actriz de televisión. Ellas le brindaban atención como una forma de conquista. Aquel joven millonario de 27 años, que esgrimía cierto aire de buena educación y bagaje de hombre de mundo. Aquel joven con coraje y audacia, indudablemente era una buena partida. Él era diferente a jóvenes consentidos o a ricos emergentes surgidos del bajo mundo. Sabía lo que ellas buscaban y lo aprovechaba; las disfrutaba con humor sardónico y cierta perversidad. Manejaba la vida y las relaciones amorosas como un actor. A fin de cuentas, había trajinado los placeres mundanos sin recato y sabía atrapar una mosca en la mano.
Un enjambre de torcazas pasó trinando junto a la ventana. Más allá se vislumbraban tres edificios de cristal y a otro nivel, una obra en ladrillo limpio. La avenida 15, hormigueaba de gente y vehículos. Sobre las mansiones arboladas, el cielo sabanero estaba nublado.
El citófono anuncio a Marly Tascón. Su apellido pertenecía a la aristocracia provinciana de la costa. Tenía pretensiones de participar en el reinado Nacional y, a pesar de sus ínfulas, era una arribista deprimente. Besó la mejilla a Marco Aurelio y con fingida voz, dijo:
-Estaba cerca y pensé, imposible no visitar a John. -John era el nombre impostor de Marco.
-Sí, sería el colmo...-respondió John, con sonrisa complaciente.
Marly no tenía más de 17 años y John no había podido con ella. Había cierto juego erótico que no había tenido feliz término, no porque sí. Marly era una gilipollas astuta; no se diferenciaba de una legumbre o una vaca, pero sabía lo que quería. Además desconfiaba, la roía cierta sospecha sobre la fortuna de John, pero aprovechaba su amistad para disfrutar la vida nocturna, regalos, viajes. Sabía cuando salir y cuando no. Cuidaba de una manera majadera, el círculo de amigos de apellidos respetuosos. Lo que entretejía entre manos esta frívola legumbre, tenía sin cuidado a John.
Se quitó el gabán.
-Tú apartamento es precioso -dijo, girando el cuerpo ceñido al jersey, esbozando una sonrisa coqueta. Realmente era una mujer con clase.
John la miró. Tenía un culo bien hecho que deseaba corromper.
-¿De verdad te gusta? -Dijo John, abrazándola por la espalda para contemplar un óleo: El Cóndor de Obregón. -Un excelente pintor, ¿cierto?
-Excelente y costoso, -dijo ella, ladeando la cabeza para mirar la obra.
El citófono anunció a Alexandra. En seguida a Marta y Mauricio. Mauricio, actor y cantante, manejaba la agencia de modelaje. A través de él, John había adquirido la agencia a un costo elevado, pero también había conocido a muchas figuras de la farándula y chicas de la sociedad. Como propietario, se movía tras bambalinas, como pez en el agua.
Alexandra había trabado amistad con John en una finca hacía muy poco. Ella sabía el significado de esa amistad. En aquella ocasión ella le expuso sus pensamientos y deseos. Era altruista; le gustaba el arte, el cine. Habló con romanticismo, contemplando la noche estrellada con emoción. Procuró demostrar que era fiel, lo que hacía lo hacía con amor, dijo aquella noche. Era una mujer de clase media-alta, con una belleza tropical fuera de lo común y ella lo sabía. Fue al apartamento de John a darle la buena nueva: la habían seleccionado por su Departamento al reinado Nacional, además, dijo, a pedirle consejo y apoyo moral. Johon entendió que buscaba patrocinio.
Marta tenía 38 años pero aparentaba 30. Era una alcahueta que se movía por las altas esferas con discreto encanto. Un comodín, apreciado por hombres y mujeres. Los secretos de alcoba que guardaba o protagonizaba Marta, eran valiosos. Todos la mimaban con descaro admirable.
Afuera, en el crepúsculo infernal de la ciudad, se escuchó un trueno y la lluvia se desgranó sin piedad. Mauricio cerró la ventana, y con voz teatral dijo:
-¿Desean coñac?
-Gracias -dijo Marta, animando con la mirada a las dos chicas. Ellas aceptaron.
-A mi a las rocas, por favor, -dijo Marly.
-Si hay tónica, mejor, -dijo Alexandra.
Marta miró a John con maléfica complicidad.
John prefirió sentarse solo, sin preferencia. Empezó a decir un discurso sencillo y agradable de la importancia de saber disfrutar los placeres de la vida, la belleza. Las chicas se animaron, discutieron; al fin hablaron del último grito de la moda.
-El último grito en vestidos de baño -dijo Marta, con audacia de embaucadora, -los tengo aquí, en este maletín, -y señaló un bolso de cuero que estaba sobre el sofá.
Las miradas de Mauricio y John se comunicaron. Mauricio se levantó del sofá como inspirado por una idea, y arrastrando las miradas dijo:
-Para tener éxito en un reinado, hay que prepararse a conciencia. Oigan bien: obsesionarse...
-Y quien mejor que Mauricio, para enseñarles los trucos de la pasarela, manejo del público. Como organizar un ideario o, mejor, como dar respuestas acertadas a preguntas imprevistas, -dijo John.
-Ustedes son afortunadas -dijo Marta, mirando a Marly, que por un momento se había sentido excluida. -Tienen la agencia que las apoya con el mejor fotógrafo, pasarela, glamur, maquillaje. ¡Lo que quieran, queridas!. -Se atrevió a ofrecer abrazando a John.
-¿Creen que tenga oportunidad?... -dijo Alexandra con falsa humildad. Ya se le empezaba a encumbrar la corona en la cabeza. Miró a Marly como una rival menor y luego interrogó a John con los ojos.
-¡Claro que tienes oportunidad!, -dijo Marta. -Lo mismo tú Marly. Tienes que empezar desde ahora a prepararte.
-Porque no se colocan los vestidos de baño, para ver como están?... -dijo Mauricio.
-Sí, sería importante... -observó John.
-Que vergüenza... -dijo Marly.
-No sería capaz, -dijo Alexandra.
-¡Qué les pasa niñas!. Estos hombres, en esa agencia, miran todos los días chicas en pelota. ¡Ustedes saben! En el estudio fotográfico, todas andan en bola, -dijo Marta.
-No sean bobitas-, dijo Mauricio, sirviendo otro coñac. Todos bebieron con animación.
Marta había abierto la maleta con los vestidos de baño. Les ofreció. Las dos escogieron el que mejor les sentara. Marta también escogió el de ella. Entraron a cambiarse a la alcoba, al momento salieron.
John y Mauricio se habían sentado en el sofá.
-Vamos chicas, caminen -ordenó Mauricio. -No está mal, pero la verdad, con ese enterizo, no se aprecian bien... -miró a John.
-Sí, colóquense la tanga, -dijo John.
-¡La tanga!, -exclamaron las dos al unísono.
-Vamos, dejémonos de misterios, que así no hacemos nada, -dijo Mauricio con fingido fastidio. Dio la espalda y sirvió otros tragos. En ese momento hizo su entrada Marta. Ellos se contuvieron para no estallar en risas.
-A ver Marta, muévelo, muévelo, -dijo Mauricio dándole unas palmadas en la nalga, riendo.
Las dos chicas salieron en las diminuta prenda.
-Tus piernas largas te favorecen y tu cintura es delgada, -dijo John a Marly, examinándola con seriedad. -Claro que tienes un problema, el busto tiene una separación..., -se puso de pie, cogió las tetas de Marly y mostró la separación del pecho.
-¿Y eso no se puede solucionar?, -dijo Marly.
-Mira esta parte, -dijo Mauricio, examinando las piernas de Alexandra. Tenía la palma de la mano metida en el sartorio del muslo, casi tocando la pelvis. Entre pierna y pierna había un gordito insignificante. -Este gordito, no deja ver la pierna en su línea perfecta.
-¿Yo lo tengo?, -preguntó Marly
-No -dijo Jhon, entrelazando la pierna con ambas manos. -Tu pierna es lisa. Está un poco flácida. Con un poco de pesas quedas bien. -La giró de espalda. Le cogió el glúteo, -¡perfecto! En esta zona hay que hacer un poquito de ejercicios, -dijo, conteniendo la risa. -Tú no tienes problemas con el derriere, -la tanga la había bajado hasta la raya del culo.
Muy rápido, intercambiaron pareja.
-Marly no tiene mucha abertura en el pecho, lo que le falta es un poco de volumen en el busto y queda bien, -dijo Mauricio. Las manos tenían agarradas las tetas de Marly como dos naranjas.
-Y yo, como me veo... -dijo la pobre Marta, haciendo su entrada en el juego.
Todos estallaron de risa.
Afuera, en el vano de la ventana, había dos pájaros toche tratando inútilmente de escapar del aguacero. John abrió la ventana con cautela y los atrapó. Bajo el duro y frío reflejo del cristal vio la sonrisa de Alexandra y Marly que se perdían en la complaciente noche como fuegos artificiales. John apretó las manos con perversidad deliciosa y quedó extasiado.
Del libro: Como tinta de sangre en el paladar. Santiago de Cali 1999

CONFESIÓN DE UN ASESINATO

A: Hernando Martínez, Vizconde de Gratulay.

Y tu, Carfanaún, es que te vas

a encumbrar hasta el cielo?
¡Hasta el infierno serás
precipitado!
Lc. 10-15


Como una expiación a mis pecados me encontré entre los Noamanás, después de recorrer agrestes senderos y navegar por turbias aguas en un vapor por el Atrato. ¡Ah! Cuán tortuoso, maligno y siniestro fue ese mundo; mundo cuyo solo recuerdo nubla mi pensamiento y constriñe mi corazón en una lánguida agonía. Por ello, antes de hablar de la misión, quiero contar el pormenor que entorpeció el buen sendero a la doctrina de Dios, padre nuestro.
Llegué cubierto por la neblina una tarde húmeda y sofocante. Y otra vez, en medio de un misterio impenetrable, el eco del tambor mezclado con lamentos de voces que subían y bajaban por la enmarañada selva ardiente. Era un: Aaeee-aaoooh, aaeee-aaoooh; seguido del golpe en el cuero del tambor, que hacía sentir un efecto hechizante.
Los salvajes salieron a mi encuentro confundiéndose entre bestias y ritos herejes. Amainaba la tempestad, por lo que el protocolo con los jefes políticos de la región fue ligero. El caserío estaba encerrado por una tapia baja con entrada al embarcadero y otra con acceso al pueblo. Cincuenta tambos y una que otra casona bordeaban la única calle; al centro una pileta y al frente se alzaba la capilla con su campanario y al otro extremo, la inspectoría con dos celdas destinadas a hombres y mujeres, cada una con un cepo empleado para expiar sus pecados. Ahí, los dibujos obscenos y la inmundicia, indicaba la calaña de los confinados por la justicia.
Al día siguiente no salí. Me dediqué a revisar y ordenar la labor de mi antecesor. El tambo de vicario era como el de los demás; tenía forma cónica, construido con guayacán y cubierto con palma de chonta. En la parte superior un horcón periférico hace la veces de sostén y zarzo donde se almacena alimento o sirve también para dormir. Yo lo utilicé para lo segundo. De ahí podía observar a los infieles bailar sus ritmos africanos, y podía ver, con los ojos de Dios a los pecadores. El segundo día, como era domingo de pascua, me dediqué a pensar en los detalles para hacer mi entrada en la primera misa matutina. Tenía que dejarles claro, lo que significa un representante de dios en la tierra. Sabía que tenía que tratarlos desde un comienzo con rigor, y mi consigna fue clara: Sólo el temor de Dios todopoderoso, vence las desgracias de la soberbia, la lujuria y la avaricia. Tenía que trabajar con cuidado su ignorante altanería, su descarriada adoración y su exuberancia sexual. Porque como bien dice Fray Juan de Santa Gertrudis, estos infieles tienen todas las características de los judíos: son golosos, propensos a la idolatría, de natural ladrones y traicioneros. Adoran a dios con una mano y con la otra al diablo.
Apenas despuntó el alba, redoblaron las campanas. Fui implacable en el sermón; después, tierno y misericordioso. Les dije: Sólo sometiéndose de cuerpo y alma al Señor y en la tierra a su representante, sólo acatando las órdenes de su amo y los niños a los superiores, podrían salvarse de la hoguera del infierno. Fulminé con miradas feroces sus fetiches y cachivaches; sus partes íntimas mostradas al aire y dije que deberían aprender de los extranjeros, las buenas y no las malas costumbres. Después, sin asco ni recelo, lavé y besé sus pies sucios. La limosna fue copiosa y tenía que serlo, porque entre mis proyectos estaba el de hacer crecer como una palma, la iglesia de dios. Alabado sea el Señor.
El tercer día me di a la tarea de atender y escuchar a los jefes políticos de la región. Entre los personajes estaba Monsieur Bognoly, un francés amable y educado, suerte de amigo con quien, en los días que siguieron, podía menguar mis penas charlando de teología y de sus aventuras en la explotación de las minas de oro, donde había adquirido una inmensa fortuna. Yo no tenía más que atravesar la calle para estar en su estancia, una casa hacienda de las más confortables de la región. El quinto día lo dediqué a recorrer y conocer el vivir y sentir de los nativos. Terminaba mi labor de visitas cuando vi a la mulata. Serpenteaba entre la selva húmeda un insoportable calor maligno y ya la noche había caído impiadosa con sus depredadores mosquitos, y ella, ahí sentada, en medio de la oscuridad como un ángel nocturno cobijado por un halo de fuego infernal y en su frente la máscara de su extraño encanto. Al descubrirme, los ojos de la mulata chispearon como luceros perdidos en la noche. Se despabiló dejando entrever su joven figura y se esfumó llevada por el diablo en medio del croar de las ranas y la luz de las luciérnagas. Días después, habría de tenerla frente a la pila de agua bendita para volverla cristiana y borrarle el mal que la cortejaba. Se recostó desnuda, temblorosa, en el ara, mientras bajo el conjuro del agua bendita, lento y cuidadoso, rocié sus cabellos negros y enmarañados. Luego su rostro, sus ojos grandes y entornados de bestia sedienta y sus labios dispuestos al pecado y su cuello sensual y sus pechos cobrizos, parados como las astas de un toro. De ahí descendía la pasión por la cadera arremolinando el fuego bajo la pelvis; ahí me detuve, la bañé con sumo cuidado y en su parte íntima posé mis labios sintiendo el fuego que me abrazaba y en el cuerpo un temblor gelatinoso, mientras su miel corría como un riachuelo por sus vastas piernas. Después de un segundo baño, vestí a la niña y llamé a doña Petronila Ibañez. Mujer de principios, para que por encargo de Monsieur Bognoly, que había puesto sus ojos en Antonina y quien la había comprado, la educara en los buenos modales y en el decoro.
Monsieur Bognoly cultivó a Antonina en la educación y ya en su avanzada edad, los casé con una ceremonia inolvidable para el corregimiento. Pero en su felicidad, ya en sus últimos albores, vino la desgracia. Estaba Bognoly con su amada joven en el huerto de su estancia, un moribundo atardecer, cuando sintió que la muerte le atravesaba el cuello. El grito aterrorizado de la servidumbre llegó hasta mi zarzo ahogado en pesadumbre. ¡Han asesinado al amo! ¡Han asesinado al amo! Mi oración vespertina halló refugio en su cuerpo y dios, nuestro salvador, le tendió la mano en su gloria. Al acto estuve en el vil asiento de su muerte. El asta de la flecha yacía atorada en la nuez del gaznate, mientras el astil del dardo venenoso estaba en las manos de Antonina. En el velorio, esa noche, mientras rezábamos plegarias por la salvación de su alma, observé a los sinvergüenzas cabizbajos plañir su tristeza. Sabía que ahí estaría el asesino recogiendo su reptil cuerpo para pasar desapercibido. Pero ¡Óiganlo bien!, dios, que todo lo ve, acosará a la infeliz criatura, para que en remordimiento por su pecado, se entregue a la justicia. No se entregó. Tenía que andarme con astucias, porque estos indios y estos negros son desalmados y hábiles marrulleros. Sin embargo, no fue difícil la labor. En el sermón de la noche siguiente, dije que el Señor se me había presentado en sueños y con su dedo bendito me había indicado al culpable y, para asombrarlos, conté cómo y desde dónde había consumado el acto. Además, dije, que el joven (porque era un joven el asesino), era un alma de buena fe confundida por la astuta serpiente. Aquí mis indicaciones daban un segundo sospechoso. El jefe del comisariato era liberal, un ateo miserable, un viejo zorro de ojos maliciosos, en quien no podía confiar. Pero, sin duda alguna, el sermón dio pronto resultado. Un mulato fue sorprendido en huida al embarcadero, encontrando en su atuendo, un guante de tul blanco, con la primera letra de Antonina y tres dardos venenosos, sobrantes del complot. En el acto fue encarcelada Antonina, quien sorprendida por la acusación de complicidad y autora intelectual, no supo que decir. Pero ahí no termina todo.

CONFESIÓN
“Señor, escucha mi oración,
presta oído a mi súplica;
respóndeme por mi fidelidad
y tu justicia, ¡PERDÓNAME!


Desde mi zarzo había visto transcurrir los calurosos días, la lluvia, la tempestad, como también había visto crecer la fe en Monsieur Bognoly y en los más encomiables personajes de la región. Pero una noche de fiebre y tempestad desperté tarde y pude, por el vano de mi ventana, contemplar el abismo de la tormenta. Los tambores retumbaban en la pecaminosa noche y, cuando miré al aposento de Monsieur Bognoly, pude, con la luz de dios, ver el cuerpo sudoroso de Antonina flexionándose como palmera salvaje. Bognoly, acostado boca arriba la contemplaba en todo su esplendor y en sus ojos la lujuria se derramaba sedienta. Estiraba la lengua tratando de alcanzar lo que no podía con su miembro, mientras ella, como una víbora, ligera como una pantera, se contorsionaba bajo el halo del fuego que la envolvía en una llama de locura que flexible y rítmica se impulsaba al cielo en pos de alcanzarlo. Supe, en ese momento, que mi fiebre era su cuerpo, mi erección una verdad temible. Por un momento navegué en un liquido viscoso, ¡dichoso! ¡horrible!. ¡No!, no iba a permitir que mi rebaño, por lo que tan abnegadamente había luchado, se desvaneciera como un sueño.
En la mina de Monsieur Bognoly, había visto a un mulato observar a Antonina con ojos de bestia, lo había visto inclinarse ante ella y casi besar sus pies. Días después, en el confesionario quiso contarme su obsesión, su rebelde pensamiento, pero no lo hizo. Yo lo entendí y era suficiente. En respuesta a su silenciosa adoración por ella, a su libre albedrío, le dije que los deseos de su corazón son los deseos de dios y, sí para romper las cadenas, va la salvación, que sea la muerte del malvado, para conseguir la felicidad. Para los ojos del mulato, Bognoly era un tirano extranjero que no sólo se había apropiado de las minas de oro, también se había apropiado torturando, la vida de Antonina. Ella disfrutaba la buena vida, pero no los placeres de la carne, la bajezas del amor carnal.
Antonina solía usar en sus paseos, unos delicados guantes de tul blanco con unos ribetes rosa pastel y la primera letra de su nombre bordada en oro. Con precaución hice que el mulato se fijara en los guantes y que no se le olvidaran. En un guante de esos viajaron los dardos mortales a las manos del mulato. El día anterior a la muerte de Bognoly, para confirmar el ardid, hice repetir a Antonina, en presencia del mulato un salmo del evangelio que le había enseñado: “¡Hazlo! Si en ello está mi salvación, hazlo. Que muera la feroz bestia. Oh, salve el cielo”. Vi como el mulato la miró confabulándose con lo que debería hacer.

Del libro: Como sangre de tinta en el paladar. Santiago de Cali 1999

POR VOS, ISABELLA MI AMOR


Era 23 de Diciembre. Raúl Villareal parqueó su Mercedes convertible frente a un rancho de ladrillo limpio sin revocar, haciendo sonar el claxón dos veces. La barriada adornada con motivos navideños, respiraba alegría. De los postes de la calle pendían festones a color y en una vieja ceiba habían colgado bombillas rojas y amarillas. Al ver el carro deportivo, los niños que jugaban fútbol se sentaron en el andén, pintado de blanco con rayas verdes. Cuatro señoras que charlaban en el antejardín, tomando el fresco de la inquieta noche, hicieron un sepulcral silencio; una de ellas, chismorreó en voz baja, algo sobre el intruso visitante.
Salió a recibirlo Isabella. Para sus diecisiete años, tenía un cuerpo espectacular. Era blanca pálida y de grandes ojos negros, suerte de belleza antigua que Raúl había descubierto en una tienda hacia cuatro meses y, desde entonces, la vida de Isabella había cambiado.
Raúl era un mundano de cuarenta y ocho años con una oscura fortuna. Vestía moderno y en su cuello pendía una gruesa cadena de oro. Siempre andaban con él dos hombres que le cuidaban la espalda. Vio a la chica y se sintió encantado, era lo que buscaba, una joven manejable que interviniera en su agitada vida como un ángel bienhechor. Alguien que lo acompañara a las reuniones imprevistas, a las discotecas con los amigos de rumba y se pudiera mostrar con presunción.
La madre de Isabella había muerto dos años atrás y desde entonces vivían como podían con la abuela. Su padre, un alcohólico empedernido, nunca se interesó, a ella tampoco le dolía su ausencia. El encuentro con Raúl Villareal cambió el rumbo de su vida. El día siguiente de haber conocido a Isabella, Raúl le obsequió unos aderezos con cadena y anillo en brillantes. La abuela, con la incredulidad que la caracterizaba fue a la joyería a hacerlos examinar; las joyas costaban un dineral. El señor Raúl era una bendición de Dios. Isabella por su parte se sintió halagada pero no supo qué pensar, y una sombra de temor le recorrió el cuerpo. Esa misma noche la abuela le dijo que era la oportunidad de su vida. Que el hombre estaba interesado. No dijo nada de lo que ya intuía como vieja, que Raúl era casado y con hijos de la misma edad de Isabella. Tampoco hizo referencia del viejo romance de Isabella con un muchacho del barrio, eso era una aventura que no valía la pena tener en cuenta.
Raúl, poco a poco fue asumiendo los gastos de la casa y remplazó el deshilachado vestuario de Isabella. En menos de dos meses Isabella había conocido la otra cara del mundo, los lugares bellos de la ciudad, restaurantes que ella nunca había imaginado y bebió los mejores vinos chilenos. Por primera vez se había sentido realmente admirada por gente adinerada. Y fue descubriendo su figura en el espejo. Su cabello recibió la gracia del champú, del bálsamo y su piel joven el perfume francés, la seda, la ropa de marca y, como por un acto de hipnotismo, Isabella empezó a sentir que no se pertenecía, que una extraña fuerza la empujaba a los brazos de aquel señor, que dos meses atrás, le había parecido un anciano y, ¿ahora?, ¿qué sentía ahora?
Por momentos, cuando estaba recostada en su nueva cama de laca china, la asaltaba un el miedo: ¿Había olvidado su anterior amor?. Isabella, cariño, le susurraba Raúl al oído, mordisqueándole la oreja, absorbiendo el olor de sus axilas, de su sexo. Sintiéndose como un rey en su territorio -fuerte, poderoso-. Y cuando en una noche de calor ella le suplicó que la poseyera, su seguridad fue total. Como en un acto de embrujo ella desbordó una expresión corporal que Raúl, con su experiencia, iba manejando a su antojo. Él sabía que en todo ello había cierta sabiduría digna del sexo japonés. Sí, la iba manejando, llevándola a una dimensión que Isabella no olvidaría nunca. Más, más, más, le pedía Isabella, entrelazada al obeso cuerpo y con satisfecho suspiro susurraba, te quiero mi amor, te quiero.
Raúl no sintió nunca ninguna zozobra, ninguna preocupación por la diferencia de edad. Tampoco ninguna duda sobre su fidelidad, la había conquistado, de eso estaba seguro.
Bajo el claro de luna y la agazapada sombra al abrir la puerta, los ojos de Isabella brillaron como dos inocentes luceros, haciendo juego con las luces navideñas prendidas del árbol de ceiba. Estaba preciosa.
Una perniciosa brisa barrió la calle con lamento ahogado. De la casa vecina retumbaron los parlantes una melodía antillana. La ventisca volvió a recorrer la calle arrastrando olor a marihuana, a trago pendenciero.
Raúl descendió del carro solo. Había dejado los escoltas, le había prometido a Isabella que pasaría la noche con ella. También traía comida, trago y el regalo de Navidad, pero no alcanzó a cruzar la verja del antejardín. ¡Por vos, Isabella mi amor! escucho decir y sintió que una fugaz sombra brillante le segaba el aliento.
Del libro: Como tinta de sangre en el paladar. Santiago de Cali 1999