viernes, 17 de octubre de 2008

DESEOS Y APRENSIONES



Salimos de paseo con la familia, en un bus típico escalera, doble banca. A mi me correspondió el puesto en la parte trasera, con mi prima Irene. Era un primor de niña: blanca, cabellos de ángel y labios gruesos, rosados. Belleza no había igual. Cuando salimos de casa eran las cuatro de la mañana y el cielo estaba negro, cubierto de extrañas e impenetrables sombras. Irene se recostó en mi hombro y empezó a dormitar, mientras los paseantes entonaban canciones viejas de esas que no se olvidan nunca. Un minuto más tarde mi prima ya estaba recostada en mi regazo. Había, en su abandono, una total despreocupación, era un ser flotando a la deriva, relajada, en una oscuridad absoluta. Su estado descubierto de vergüenza, me hizo pensar en la máscara que encubren los corazones solitarios en sus empeños amorosos -a través de ella, en el mío propio-, como si la oscuridad nos invitara a confesar nuestro más recóndito deseo, que hasta ese momento, no era claro para mi. Pensé en los corazones voluptuosos y apasionados, en la amistad, en la soledad y en la muerte. También en los horrores que te carcomen por dentro y que son un enigma o un temor eterno y que yacen como un diablo en el interno nuestro. Así me abstraje en el pensamiento y no escuché las tonadas que cantaban los paseantes; mientras en la noche cabalgaba, incesante, una rosa de fuego en el etéreo infinito, y entonces fui consciente de mi humedad, de mi ansia. Con sutileza acariciaba el cabello, el rostro de Irene. Con el dedo seguí sus floreados labios y en ellos hundí mi dedo. Irene, con su deseada silueta virginal, lo succionó y rodeándolo con su lengua mojada, empezó a mamarlo con delicia voraz y perversión. La acción encarnada me emocionó, de tal manera que en mis entrañas hubo una catarsis. Una franqueza con mi propio placer. Esas bastas sombras de nubes animaloides y voluptuosas, tenían que ver con mi deseos y aprensiones. Pense:
Irene, sombra copular de la noche
amante de lesbos, dioses y caricias

Y con mano cálida empecé a rodear su cuello, desabroché el botón de su blusa y, como si fuera una crisálida, lambí con los dedos el pezón. Es que temía desbaratar toda una telaraña de ricuras y entonces, aprisioné su pecho jugoso y ella gimió con un murmullo constelar que me atravesó como un relámpago. Sin más, sumergí la mano entre sus piernas hasta que pude atrapar su pubis virgen, ardiente, en donde extendí mi mano entera, atrapándola como una mariposa encantada. La acaricié con ternura-suave y otro espasmo volvió a gemir su cuerpo, y con amor cuidadoso le hundí el dedo desflorando el himen. El crepúsculo matutino fue glorioso.
Aclaró y con la luz apareció el río descendiendo la vereda. Era un agua límpida, briosa, arropada de follaje y espeso bosque verde. En un valle tranquilo hicimos parada.
Empezaron los juegos, los gritos; las risas se mecían en las hojas de los árboles y la alegría dele a loquear por todas partes. Para mí todo era gris. Me senté a la sombra de un viejo Samán, haciendo que leía Las flores del mal. Mis primos, que empezaban a despuntar los catorce, quince años, eran raquíticos, con ganas de ser hombres. Mi padre vino y me metió al río. Todos reían, yo tenía furia. Mas allá Anita abrazaba a Irene, jugaban y reían por mi estado. Yo sentí celos.
Por la noche soñé, (lo tomo como eso...). Era la misma pesadilla de siempre. La sombra de un ser terrible, una sombra posándose sobre mi pecho, como un súcubo, aprisionándome en un ahogo angustiante. Pero esta vez se sentó al borde de la cama y, después de taparme la boca, metió su mano fría entre mis piernas envolviéndome en un éxtasis terrible. Yo veía todo como a través de un negativo en blanco y negro. Era la sombra de un hombre, lo que estaba impreso en el negativo, ese era el motivo de mi desconcierto y angustia: la violación de mi tranquilo sueño.
Una tarde de ahogo, de esas que no sabes si eres tú la que habita tu cuerpo, sentí, mientras estudiaba anatomía en la biblioteca, unas nauseas terribles. Fue inevitable, empecé a vomitar hasta arrojar el negativo de mis sueños en el escritorio de mi padre. No sabía si alucinaba, o era una terrible verdad. Una fastidiosa rabia se apodero de mi y una extraña ansia. Fui a la cocina y con el cuchillo de cortar carne, apuñalé el negativo y mientras lo punzaba con la punta del cuchillo, sentí calor. Me tiré en la alfombra, despojándome de prisa del pequeño calzón y después de agitarme el clítoris con cortas y rápidas vibraciones, introduje el dedo dentro de mi vagina húmeda; y olvidando la angustia, gocé con ganas, de una reprimida masturbación, pensando en Irene. Era sábado, esa noche se quedaría en casa. Iba a dormir conmigo.
Del libro: Como sangre de tinta en el paladar. Santiago de Cali 1999

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