Una calurosa tarde de agosto estaban sentados, en el bar Marañón, el periodista Laureano Santana y el comisario Acevedo Díaz, apodado el “Tufo”, porque olía a muerto y cinco intentos lo habían dejado cojo y con más de un boquete en su cuerpo. Parecían dos anarquistas confabulando contra el régimen, pero no. Las ganas de una cerveza, los había reunido en ese bar de mala muerte.
Aunque ambos eran idealistas, eran distintos, ellos lo sabían. El comisario era un hombre de ley, la respetaba y procuraba hacerla respetar, era un pobre diablo. Laureano había sido dirigente de izquierda, con un partido derrotado. Esperaba otra época mejor. Lo de escribir crónica roja, una casualidad, necesidad económica. La audacia de su pluma periodística, le había ganado cierto reconocimiento. Alguna “chiva” se la debía al comisario. Él, más que nadie, conocía las encrucijadas de la zona negra y el pensar de los rufianes. Le tenían miedo, el tira era insobornable y astuto como zorro. El por qué esa amistad, no se sabía. Años pasados de farra, de colegio. Nadie sabía.
En una esquina del oscuro bar, donde emergían pútridos olores mezclados con vicios, se armó una trifulca. Una ramera acababa de descular una botella y amenazaba a un hombre barrigudo. Ebrio como una cuba, el hombre reía sin dar importancia a los berrinches de la mujer. En un descuido el hombre le atrapó la muñeca, mientras que con la otra mano agarró la cabellera, la dominó y sentó en sus piernas. Todos rieron lanzando vivas a la putería. Un son de la vieja cuba, rasgó en dos la tarde encendida de la carrera octava, donde la miseria se arrincona en la música.
Impasible, con la mano en la quijada, el comisario veía sin ver alrededor y sus oídos aislados del barullo de los borrachos, sólo captaban la voz de Bienvenido Granda. Del ensimismamiento lo sacaron las no sorprendidas palabras de Laureano que decía:
-Es curioso, sentir que a uno lo van a matar y teniendo los recursos no tomar precauciones.
-¿Por qué lo dices? -respondió el comisario, mirando los ojos de Laureano. Era su costumbre cuando interrogaba. Si era la razón de la cita, una mierda.
-Usted lo sabe -dijo sin quitar la mirada, -los que lo han sentenciado, están disgustados, su intromisión es severa...Ellos tallan por lo alto. Un pez gordo, es un pez gordo.
-Sí a uno lo van a matar, lo matan, de eso esté seguro. Es el azaroso mundo que he escogido para vivir, como vidrio para paladear. En cambio usted, amigo mío...Contradigo su pasado político, no lo acepto, de pronto respete ese pensamiento, se lo digo, no sé en la práctica que suceda. Pero ahora, no sé, no entiendo que hace usted metiendo la nariz, en vericuetos de lenocinio, de hampones y sicarios.
Los gritos de un vendedor de lotería, fue una disculpa para concluir la charla.
-Venga, -dijo el comisario, apurando el último trago de cerveza. -acompáñeme al anfiteatro. Hay que atender un oscuro caso.
En el anfiteatro tenían el cuerpo desnudo de un anciano, sobre una mesa de mármol. Un policía pasó el informe al comisario, que leyó rápido.
-No parece un bandido -dijo Laureano, en voz baja, observando el cuerpo con detenimiento. -Este hombre expresa una sonrisa plácida, como si estuviera agradecido de su desgracia.
-Muertos todos ponen cara de angelitos, -dijo el policía con burla, -pero vivos, estos desgraciados son candela.
-Hay informe que andaba enredado en negocios turbios -dijo el comisario. -Se llamaba Gregorio Rubio, era un artesano, él se decía escultor, artista. Vivía en Santa Rosa. Tres balazos a bocajarro, dentro de su rancho, a las diez y cuarenta de la noche. No forcejearon puertas ni robaron nada. De seguro que el homicida era amigo o muy conocido del finado. Algún ajuste de cuentas. Vamos a echar una ojeada a su rancho.
Gregorio Rubio vivía solo, sobrellevando una resignada pobreza, en una casa típica de la zona negra. La puerta principal tenía doble cerrojo por dentro y fuera. El zaguán desembocaba en un patio con marquesina y reja de seguridad donde descansaban unas poltronas de madera tallada, estilo Luis XV, carcomida por el gorgojo. En la solitaria alcoba, una cama de hierro, una mesa de dibujo, un televisor, un radio, un armario guardando un humilde vestuario. En dos cuartos contiguos estaba el taller. Nada. Una mesa de trabajo, un horno quemador, estantería con cerámicas precolombinos y herramienta para estos menesteres. El juez de instrucción criminal, husmeó con sus sabuesos por aquí, por allá, interrogó al vecindario, sólo por cumplir un requisito. Se sabía: un caso cerrado.
Laureano tomó fotos. Le llenó de admiración el preciosismo de unas alcarrazas de animales cuyas patas mineformes sirvìan de soportes. Habían otros recipientes: urnas funerarias, con el típico ornamento antropomorfo, y siniestras figuras con significado ritual, que bien podían pasar por originales. Le dijo al Comisario que quería indagar, que le prestara cuatro figuras, de diferentes tribus. No había más que hacer. Pero en el fondo le quedó clavada una espina. Sintió tristeza por el anciano asesinado.
En casa se sentó a escribir su artículo. No había mucho que decir. No quería entrar en detalles y decir pensamientos que le cruzaron por la cabeza. Prefirió ser prudente. Sospechó que tras la muerte del viejo se ocultaban turbios negocios.
Las preguntas quedaban flotando en el aire. El homicida quedaba en la impunidad, como una bala tránsfuga, recorriendo las calles de la ciudad. Habían muchas ideas cubiertas por la metáfora, para que las atrape la inútil justicia. El informe era una reseña sencilla que destacaba algunas fotos de las figuras, con un título algo sensacionalista. No más.
Al día siguiente después que el periódico editara la crónica de las figuras de la muerte, en el embarcadero portuario se encontró un contenedor repleto de cerámicas con idénticas características de las fotos, cargadas con narcóticos. Casualidad o no, dos días después, Laureano recibió un sufragio. El periódico, para evitar represalias, le pidió su renuncia. Así de sencillo.
El comisario llamó a Laureano por teléfono y riendo burlonamente, le dijo:
-Ya ve amigo, como está esto de jodido: sale de casa, pero no se sabe si regresa, así esta la situación. Ahora, a usted también le toca cuidar su espalda, o mejor, perderse.
Del libro: Como tinta de sangre en el paladar. Santiago de Cali 1999.
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