viernes, 17 de octubre de 2008

POR VOS, ISABELLA MI AMOR


Era 23 de Diciembre. Raúl Villareal parqueó su Mercedes convertible frente a un rancho de ladrillo limpio sin revocar, haciendo sonar el claxón dos veces. La barriada adornada con motivos navideños, respiraba alegría. De los postes de la calle pendían festones a color y en una vieja ceiba habían colgado bombillas rojas y amarillas. Al ver el carro deportivo, los niños que jugaban fútbol se sentaron en el andén, pintado de blanco con rayas verdes. Cuatro señoras que charlaban en el antejardín, tomando el fresco de la inquieta noche, hicieron un sepulcral silencio; una de ellas, chismorreó en voz baja, algo sobre el intruso visitante.
Salió a recibirlo Isabella. Para sus diecisiete años, tenía un cuerpo espectacular. Era blanca pálida y de grandes ojos negros, suerte de belleza antigua que Raúl había descubierto en una tienda hacia cuatro meses y, desde entonces, la vida de Isabella había cambiado.
Raúl era un mundano de cuarenta y ocho años con una oscura fortuna. Vestía moderno y en su cuello pendía una gruesa cadena de oro. Siempre andaban con él dos hombres que le cuidaban la espalda. Vio a la chica y se sintió encantado, era lo que buscaba, una joven manejable que interviniera en su agitada vida como un ángel bienhechor. Alguien que lo acompañara a las reuniones imprevistas, a las discotecas con los amigos de rumba y se pudiera mostrar con presunción.
La madre de Isabella había muerto dos años atrás y desde entonces vivían como podían con la abuela. Su padre, un alcohólico empedernido, nunca se interesó, a ella tampoco le dolía su ausencia. El encuentro con Raúl Villareal cambió el rumbo de su vida. El día siguiente de haber conocido a Isabella, Raúl le obsequió unos aderezos con cadena y anillo en brillantes. La abuela, con la incredulidad que la caracterizaba fue a la joyería a hacerlos examinar; las joyas costaban un dineral. El señor Raúl era una bendición de Dios. Isabella por su parte se sintió halagada pero no supo qué pensar, y una sombra de temor le recorrió el cuerpo. Esa misma noche la abuela le dijo que era la oportunidad de su vida. Que el hombre estaba interesado. No dijo nada de lo que ya intuía como vieja, que Raúl era casado y con hijos de la misma edad de Isabella. Tampoco hizo referencia del viejo romance de Isabella con un muchacho del barrio, eso era una aventura que no valía la pena tener en cuenta.
Raúl, poco a poco fue asumiendo los gastos de la casa y remplazó el deshilachado vestuario de Isabella. En menos de dos meses Isabella había conocido la otra cara del mundo, los lugares bellos de la ciudad, restaurantes que ella nunca había imaginado y bebió los mejores vinos chilenos. Por primera vez se había sentido realmente admirada por gente adinerada. Y fue descubriendo su figura en el espejo. Su cabello recibió la gracia del champú, del bálsamo y su piel joven el perfume francés, la seda, la ropa de marca y, como por un acto de hipnotismo, Isabella empezó a sentir que no se pertenecía, que una extraña fuerza la empujaba a los brazos de aquel señor, que dos meses atrás, le había parecido un anciano y, ¿ahora?, ¿qué sentía ahora?
Por momentos, cuando estaba recostada en su nueva cama de laca china, la asaltaba un el miedo: ¿Había olvidado su anterior amor?. Isabella, cariño, le susurraba Raúl al oído, mordisqueándole la oreja, absorbiendo el olor de sus axilas, de su sexo. Sintiéndose como un rey en su territorio -fuerte, poderoso-. Y cuando en una noche de calor ella le suplicó que la poseyera, su seguridad fue total. Como en un acto de embrujo ella desbordó una expresión corporal que Raúl, con su experiencia, iba manejando a su antojo. Él sabía que en todo ello había cierta sabiduría digna del sexo japonés. Sí, la iba manejando, llevándola a una dimensión que Isabella no olvidaría nunca. Más, más, más, le pedía Isabella, entrelazada al obeso cuerpo y con satisfecho suspiro susurraba, te quiero mi amor, te quiero.
Raúl no sintió nunca ninguna zozobra, ninguna preocupación por la diferencia de edad. Tampoco ninguna duda sobre su fidelidad, la había conquistado, de eso estaba seguro.
Bajo el claro de luna y la agazapada sombra al abrir la puerta, los ojos de Isabella brillaron como dos inocentes luceros, haciendo juego con las luces navideñas prendidas del árbol de ceiba. Estaba preciosa.
Una perniciosa brisa barrió la calle con lamento ahogado. De la casa vecina retumbaron los parlantes una melodía antillana. La ventisca volvió a recorrer la calle arrastrando olor a marihuana, a trago pendenciero.
Raúl descendió del carro solo. Había dejado los escoltas, le había prometido a Isabella que pasaría la noche con ella. También traía comida, trago y el regalo de Navidad, pero no alcanzó a cruzar la verja del antejardín. ¡Por vos, Isabella mi amor! escucho decir y sintió que una fugaz sombra brillante le segaba el aliento.
Del libro: Como tinta de sangre en el paladar. Santiago de Cali 1999

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