El asesinato de Ramón Vásquez de Bukowski, me gustó. Cierto escabroso asesinato con trazo homosexual se cierne en el fondo de los personajes que atrapan al lector apasionado por estas historias. Acción y lenguaje duro con tratamiento riguroso. Cerebral la segunda narración que acababa de leer: El club de los asesinos de Nicholas Blake. La cena navideña de los veinte asistentes, tienen una sorprendente y singular uniformidad. Eran los reyes de la literatura policiaca: abogados, escritores, investigadores privados, jueces... Una variedad de personajes con una oscura identidad y prestigio sobrado. En un sitio así, se supone, es imposible cometer un crimen. La historia es interesante: se va la luz por un segundo, y en la nariz de los veinte asesinos, acuchillan a un comensal. Al final, por una audaz reflexión, el homicida es descubierto.
Cerré el libro, los ojos y me tendí complacido en la cama absorbido por los pensamientos. Sentí cierto sabor amargo en el gaznate, era como tinta de sangre en el paladar.
No acostumbro a quedarme en casa. A no ser domingo o día de fiesta. Por insistencia de Sofí, esa tarde de viernes despejado, me quedé amodorrado, leyendo. Después me coloqué el antifaz a contraluz. Tenía puesto una sudadera azul, regalo de Sofí. Ella estaba saliendo en ese momento acompañada de la empleada doméstica al médico y luego iban a ir al supermercado a comprar tomillo, lomo de cerdo, una botella de vino tinto y una de escocés, pedí a gritos desde la cama, como si fuéramos a celebrar algo, pensando que un gerente de empresas como yo, agobiado por el estrés merecía un pequeño descanso sin remordimiento. No era este cambio de habito, sin embargo, lo que ocupaba mi pensamiento. Era El club de los asesinos y otras historias no menos sórdidas que la primera.
No es corriente, ni bien visto, en esté país, ver a un empresario leyendo con pasión literatura criminal. No hay costumbre o interés. “¡Que horrendo!”, diría Cristian, mi amigo del alma. Dueño de la B.M.W, y otras empresas reconocidas. Él representa, mejor que nadie, la crema nata de la burguesía que se mueve en circulo vicioso alrededor de los clubes y restaurantes esnobs, entre la ochenta y la cientoveintisiete al norte de Bogotá, con frivolidad increíble. Sus lecturas se remiten a las aconsejadas por el Suplemento Dominical, o algún Best Sellers que insinúa el intelectual del día, en cualquier exposición de un pintor afamado.
Lo que ocurría era que algo muy íntimo empezaba a tejer mi oscuro pensamiento. Y motivado por la lectura, empecé a viajar por esos vericuetos de delincuentes temerarios. (Cristian dice que yo tengo un problema patológico; eso de recorrer en mi vehículo, las temidas calles del cartucho y sus vecindarios, a altas horas de la noche, no es nada normal, según él.) Posiblemente en el fondo soy un cobarde, y al sublimar a estos maleantes como héroes audaces y valientes, justificaba mi propia miseria. Claro está, que soy un gerente sagaz, aunque en este caso, no sea tomado como sinónimo de hombría. Pero sí astuto. Muchos delincuentes son astutos más no valientes. He ahí mi dilema, mientras la espina, el sabor de la sospecha viajaba lentamente por el torrente de mi sangre. Porque, la verdad sea dicha: hasta ese momento no sabia con precisión que iba a pasar. Él ¿por que? Y él ¿cómo? Era una confusión de lectura criminal.
Escuché cerrar la puerta, el ascensor descendió y una paz desconocida reino dentro de mí. Me quité el antifaz y suspiré con alivio disfrutando un goce extraño: era agradable estar solo. Tal vez el amor crea una dependencia que asfixia y, en ese momento estaba sintiendo un alivio en el silencio del hogar que amo. En esa soledad, que antes no había practicado, percibí un hecho muy curioso: parecía nueva esa decoración sobria y elegante. Todo estaba puesto en su punto preciso con tanto amor en cada detalle. Una mesa redonda vestida con dos manteles de chantú y un encaje de brujas, soportaba un jarrón de bohemia con nueve gardenias; un candelabro hindú antiguo y dos portarretratos estilo barroco. Era un contraste ambiguo, muy agradable. Había magia en ello. Una foto sepia de mi padre, en un hermoso marco, decoraba el conjunto. Y la zalamera voz de Sofí repicando: te amo mi vida. Me estremecí. Un cuchillo atravesó furtivo por mi pensamiento.
Los viejos dicen que los objetos se van impregnando con el sentimiento, con el sudor de las personas que las adquieren y el tiempo se encarga de añejar lo inherente a lo más intimo de sus propietarios. También de borrar. Así, un jarrón puede guardar el alma; la memoria, una canción, el olor de una comida o un perfume; el tacto, la particularidad de la piel... Tantas cosas... (Cuando una persona de un matrimonio envejecido muere, inmediatamente el difunto arrastra al vivo). Entendí que mi desconcierto se debía a que Sofi era para mí el centro de todo, lo demás era superfluo o curioso. Por ella haría cualquier cosa. ¿Matar? Nuevamente la estratagema de la novela criminal en la cabeza. Deseché el pensamiento, con un movimiento de cabeza. Seguí con la idea que traía. Visualicé a Sofí desnuda, viniendo a mis brazos como diosa secular transpirando su sensualidad salvaje. Sentí las voraces miradas de los hombres a su paso. Sentí el deseo y la envidia de los amigos. Sentí celos.
Probablemente yo no era detallista para entender los desarraigos del amor y a pesar de la confianza que sentía por Sofí, el sabor de la duda se me había metido cuando descubrí, en su mano izquierda, un anillo con un brillante sangre de toro de Ceilán. No pregunté. ¿Sería ese pensamiento el que me martirizaba? ¡Era absurdo! Montaigne en uno de sus extraordinarios ensayos, afirma que la infidelidad de una mujer precisa del asesinato de la amada o el suicidio. Y esa, quizá sea, una ineluctable verdad.
Estiré placentero el cuerpo sobre la cama y el frío dio paso a mejor temperatura. Era como si estuviera en la suit de un elegante hotel. Una percepción rarísima. Entonces pensé: Si Sofi muere, o se marcha, mi deterioro sería total. ¿Que importancia tendrían las cosas que admiraba en ese momento con descarada curiosidad? ¿De qué valdría tanto lujo? Pero sin querer había aprendido a valorar un hecho: en esos elementos que me rodeaban estaba vertida gota a gota ella, mi Sofi. Ese era mi asombro, después de seis años de casados..., el significado que adquirían esas pequeñas cosas que me rodeaban era apremiante. Pensé en el apartamento como un ser vivo, con estomago y corazón y percibí con fuerza avasalladora el raudo grito de los carros en la avenida y la agitación de la vida en el aire. Sofí era todo y mucho más. Chasque los dedos y se apagó la calefacción. ¡Que confort! Fue cuando sonó el timbre de la puerta.
En el umbral estaba Ye, intima de Sofía. Sencillo, cuando yo no estaba (lo sabía) ella entraba o salía sin impedimento. Ahora estaba ahí, con su pecho exuberante y sonrisa llena de trucos.
-¡Qué sorpresa! -dijo, dudando. -¿Cómo estás?.
-Bien-. Respondí, sin ofrecer el paso.
-¿Sofía?
-Salió con la empleada al médico y luego iban al supermercado -dije, aferrando la puerta a medio abrir. Era un gesto estúpido pero sincero. Quería seguir disfrutando mi espacio. Quería seguir mis lucubraciones macabras. Quería saber hasta donde iba a llegar.
- Por favor ¿me regalas un vaso con agua?
-¡Claro! Disculpa. Sigue-. Estará pensando que soy un cretino descortés, pensé. Y era verdad. Fui a la cocina y serví agua. Ella estaba de espalda mirándose al espejo de la consola. Se limpiaba algo. Tenía un jersey con pantalón hilo de punto ajustado que le sentaba fenomenal a su cuerpo de piel trigueña. <
-No soy una puta –dijo con voz temblorosa.
-¿Que...? -dije sorprendido. ( Soy un maestro ocultando mi pensamiento.)
-Mí marido lo repite en mis oídos todos los santos días. Y su amante llama preguntando por él, como lo más normal. Lo hace desde hace mucho tiempo y yo lo acepto con descarada cobardía. La humillación ha socavado mi autoestima. No sé que hacer. Y para retenerlo me he convertido en una puta, en la cama, para satisfacerlo a él. Lo disfrutó. No sé si por masoquismo o placer. Tal vez por mis hijos. No soporto más.
Miraba sin verme, ausente. La trabajaba a gran velocidad una amargura horrenda y yo no quería ser confidente ni cómplice. Claro que pensé: si Ye asesinaba a su marido, se quitaba un bruto de encima y quedaba con buen caudal. Lo cual no era nada complicado. Empezó a llorar histérica.
-Envidio a Sofia, -dijo sin pensar las palabras. –Tiene un marido que le da gusto, la deja hacer lo que ella quiera y la adora.
Pensé que la mujer desvariaba. Me relajé y fui más asequible. Me pareció sentir cierta ironía, cierto énfasis de voz en: “la deja hacer lo que quiera”. Inmediatamente recordé un echo curioso. A mi me gusta ir a comprar libros a la vieja Librería Lerner en la Av. Jiménez. Me desplazo de la cientoveinte con Av. diez, porqué allí siempre encuentro alguna joya de libro. Cuatro días antes, mientras buscaba estacionamiento había visto salir a Sofía de la librería. Recuerdo que pensé: ¿porqué no iría a la del norte?
-Bueno, es mejor que te tranquilices un poco-, dije, tratando de olvidar. Fui y me senté a su lado. “Habla gran puta”, pensé.
-Eres tan bueno..., -dijo, tomando un sorbo de agua. Se puso de pie alisándose el vestido, me dio un beso en la mejilla, cogió la cartera y salió como si nada hubiese pasado.
Sus últimas palabras me quedaron sonando con fastidio. El timbre del teléfono me sacudió. Sonaba como si fuera el corazón de la tierra. Era un teléfono moderno, con pantalla, línea para hablar al mismo tiempo con personas y contestador ágil. Sofí lo había comprado e instalado esa misma mañana y sin previo aviso del chiflo, tenía su voz en el contestador a manera de prueba y así lo había dejado. <<¿Sí, quién habla?>>, dijo ella glaciar. <
En el espejo había un demente pálido, con ojos desorbitados. Parecía un ahorcado.
Duré un tiempo en medio componerme. Fui a la biblioteca y cogí los libros Cien maneras de asesinar a su mujer, La promesa rota; y los relatos: La espera, la Intrusa. Ninguno leí. Era imposible concentrarme. Extraje la pistola 9 mm, de la gaveta y le coloqué el cargador, saqué un segundo cargador. Tomé un trago de Whisky doble. Entré a la ducha y me di un baño con agua caliente alternando con fría. Respiré profundo varias veces autosugestionándome: ¡Tranquilo! ¡Tranquilo! ¡Tranquilo!
Parecía que me iba a reventar. Fui al inodoro y me senté temblando. Solté un chorro, estaba suelto del estomago. Fui y me zambullí en la bañera.
Después de desvariar por no sé cuanto tiempo, de medio calmarme, decidí lo que tenía que hacer. Pensé varias estrategias, cinco o seis, no sé cuántas y decidí la más simple.
¡No necesitaba una coartada ni un móvil! Todo era sencillo y no me iba a complicar. En estas tierras cualquiera mata por celos, pasión o equivocación. De mil homicidios se resuelven cero. Era sencillo, sencillísimo. Decidí cargarme a los dos. Los dos tenían que pagar y los iba a coger juntos y lo iba ha hacer con mis propias manos y los iba a joder con J. ¡Estaba decidido! Las armas las quería rudimentarias: cuchillo, cadenas, guayas. Cualquier cosa. Y Mis secuaces: el Tártaro, un malandrín con cuerpo grasiento y cara perforada por la viruela y Gatillo Loco, un maricon pervertido. Y por supuesto una mujer: La India. Los dos primeros tenían una vieja deuda conmigo. Los había ayudado a ubicarse como escoltas en donde iniciaron sus carreras delictivas: ya como cobradores al servicio de la mafia, ya como quiñadores. Alguna vez había tomado unos tragos con ellos para escuchar sus historias, y se ofrecieron para lo que sea. La India de piel trigueña y belleza exuberante, era una golfa que le cortaría el pene a su mismo padre por dinero. Un magnate industrial la contrató cierta vez para atender a un gringo de la Good-Year. Ella, el Tártaro y Gatillo Loco, me ayudarían a hacer mi labor con más tino.
Pensé: llevaría a Sofí a un motel, de noche, en un carro robado. Era fácil de conseguirlo en la zona negra. Después de amárrarla, de meterle el muñeco en la boca y vaciarle la leche en la cara le soltaría la verdad. Entrarían los dos malandrines para acentuar el terror y el cuchillo de cocina se encargaría del resto.
Con el millonario la estrategia también debía ser brutal. Al hombre le gustan las putas, la droga, las orgías. Era pan comido..., tajado. ¡Que lo sodomicen!, pensé sin escrúpulos, con rabia.
Me había olvidado que estaba metido en la tina cuando me sobresalté. Se abrió la puerta del apartamento estrepitosamente con un escándalo impresionante. Yo salí asustado, en pelota.
En el umbral estaba Sofí abrazada de Cristian. Traían bombas infladas de todos los colores, sendos regalos (las obras completas de Dashiell Hammett, de Editorial Debate, que yo venía buscando), y un grupo de amigos deschavetados. Me cantaban a todo pulmón: feliz cumpleaños. Los mariachis amenizaban el jolgorio.
¡Que susto tan cabrón! Grite, cubriendo mi humanidad.
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