viernes, 17 de octubre de 2008

TODO POR ELLA

Marco Aurelio despertó exaltado. Miró a la ventana. La luz tropical de Julio le bañaba el cuerpo desnudo. Estaba sudando. Trató de recordar el sueño que se perdía como humo. Era noche, una noche fea y trataba de avanzar por la calle contra el viento. La neblina empezaba a trepar por las piernas. Entendió que si seguía avanzando se iba a joder, retrocedió y cogió otra calle. La neblina empezó a descender. Encontró la vieja casa paterna. Había fiesta. Su hermano era centro de atracción, él también era centro de atracción. Extraño, los amigos con rostros desconocidos. Mujeres jóvenes exhibiendo ropa extravagante, derroche.
Era un sueño desagradable, un mal agüero que prefirió cambiar por el canto de los pájaros matutinos.
Afuera en la piscina, el jardinero, un negro fornido, recogía hojas que caían de la veranera. Matilde, la cocinera, canturreaba con su voz de negra una canción triste.
La alcoba estaba pulcramente ordenada y el olor a lavanda le daba frescura. A él le gustaba la limpieza, el orden. Se quedó acostado, ¿sin pensar?, o entraba a un mundo que él había ido construyendo, un
mundo oscuro, sin tiempo, sin principio ni fin. Nadie osaba interrumpir su reposo, transgredir el espacio de su alcoba. Los escoltas sabían que la alcoba del señor era un recinto sagrado. Todos lo sabían. Ahí curtía su mundo, su voz pausada como cernida por el pensamiento. El tono temerario de su voz se sentía en el ambiente como un sello de su temperamento que enmarcaba un rostro inescrutable. Podía pasar horas, días en un encierro inútil.
No ese día 5 de Julio. Ese día despertó inquieto y estaba inquieto. La noche anterior, uno de los muchachos le dijo que había visto a Marían con Antonio Giraldo, uno de los hombres preferidos de don Pedro Grimaldi. La espina de la duda empezó a navegar por todo su cuerpo destrozándole las entrañas. Él respetaba a don Pedro Grimaldi y a las cuatro familias aliadas. No era tonto para contradecir los designios del poder; sabía lo que eso significaba, además, todos merecían respeto, y él se sentía humillado, algo impotente. Sabía que meterse con esa gente era una guerra perdida. Aunque en el fondo no podía predecir de lo que él era capaz. Pero una cosa sí estaba seguro, que no era pendejo, menos un cachón.
Era pasado mediodía cuando entró a la ducha. Después de una espaciosa limpieza salió a su despacho. Matilde le sirvió pollo con verduras al vapor, jugo de mora en leche, pudín de vainilla y dos tabletas de vitaminas. Comió con lentitud, respondiendo llamadas, postergando citas, definiendo negocios. Pasadas las tres de la tarde, guardó entre la cintura la pistola nueve milímetros y salió, sin escoltas, en el Mercedes descapotable.
En tres días cumpliría 24 años. ¿Que más le podía pedir a la vida? ¡No! no estaba satisfecho, tal vez porque era impetuoso. Cortó camino a gran velocidad por la autopista con destino incierto. Pensó en Marián con un dejo de fastidio -amor, odio-. Las sombras de los árboles le cruzaron la cara con imágenes sueltas. Marián desnuda, de espalda cabalgando. Delgada, sus nalgas pronunciadas haciendo una curva perfecta; la piel morena por el sol, el cabello alargado por su movimiento, un ritmo de mar con luna, cuando la luna llena embravece el mar. La mujer es un espécimen raro, incomprensible. Ella dijo que no era el dinero lo que la había atraído de él. ¡Mentira! Ella dijo, que él era un hombre triste, de temperamento avasallador y extraño; un lobo solitario. No era un chico común y corriente. Era un concepto demasiado ambiguo, una fórmula de mujer. Una fórmula erótica, para atraer a un indiferente. ¿Indiferente? O misógino. ¡Sí!, no era hombre fácil de encender. Mientras recuerda mira: La blanca sábana y Marián bocabajo, la espina dorsal haciendo una línea que termina en un punto. La almohada en la pelvis levantando las nalgas, un culo precioso. La contemplación silenciosa. Erección: se abre, recibe, se humedece, y después se retira para buscarse a sí mismo. Quedarse con la imagen del deseo; disfrutar la contemplación como una forma de excitación. La quietud del cuerpo desnudo en la indiferente noche. Marián lograba arrecharlo como muy pocas mujeres.
Estaba en la avenida Rosa. El viento le acarició la melena, el cuerpo. Unos jóvenes de piel canela y mirada franca, reían a carcajadas. Una chica de ropa vaporosa, con rara mezcla de hechizamiento y reticencia, cruzaba la calle, mirando los chicos. La música antillana del atardecer en los bares, alegraba el cuadro. Una de las chicas se quedó mirando a Marco Aurelio, con mirada coqueta, él le correspondió con una sonrisa y continuó la marcha. Aceleró. Inoficioso se adentró por calles del Centro Norte y anduvo dando vueltas y vueltas, como si se la buscara.
En la pastelería Koller de la avenida Ferrocarril, se encontró con Antonio Giraldo. El hombre estaba sentado, disfrutando el fresco de la tarde. Tomaba cerveza, acompañado de una chica. Antonio era de la misma edad de Marco, de temperamento irascible; un gallo de pelea con prestigio. Por eso estaba donde estaba. Una casualidad. Las miradas se encontraron. Antonio lo miró con ironía, cierto gesto despectivo. Todo fue rápido. Marco sintió que el viento le abofeteó la cara con desdén. Siguió su marcha, sin pensar en nada, como levantándose de un golpe.
Un bermejo nubarrón encapotó el cielo, amenazando lluvia. Marco parqueó en la Posada del Chileno. Pidió langostinos al ajillo. Ahí encontró a un ex-escolta. El hombre por ganar puntos le confió que había visto la noche anterior el carro de Antonio estacionado en casa de la señorita Marián. Marco sintió un escalofrío como si la muerte le rozara el cuerpo; después, un explosivo temblor interno. Pálido. No dijo nada, no expresó nada. Probó la comida, tres o cuatro bocados sin saborear y se retiró.
Muy rápido volvió a coger la autopista a gran velocidad. Iba rumiando su ira, como toro cercado en un laberinto, y una idea se fijó en el pensamiento, sin medir consecuencias. En un obelisco giró en redondo y empezó deshaciendo el camino que había recorrido. A la angustia se sobrepuso una frialdad terrible. Nuevamente la avenida Rosa, la bullanga de los bares. Marco Aurelio estaba en la avenida Ferrocarril, en la pastelería Koller; se dio cuenta que estaba descendiendo del carro como si nada, con una frialdad absoluta. Antonio seguía sentado en el mismo puesto. No vió a Marco Aurelio hasta que lo tuvo de frente. Fanfarroneó un gesto petulante que no duro. Marco Aurelio accionó el frío gatillo solo una vez, en el pecho. El cuerpo se fue de espalda y el runruneo terrible de una moto opacó su grito.

Del libro de cuentos: Como sangre de tinta en el paladar. Santiago de Cali. 1999

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