Y tu, Carfanaún, es que te vas
a encumbrar hasta el cielo?
¡Hasta el infierno serás
precipitado!
Lc. 10-15
Como una expiación a mis pecados me encontré entre los Noamanás, después de recorrer agrestes senderos y navegar por turbias aguas en un vapor por el Atrato. ¡Ah! Cuán tortuoso, maligno y siniestro fue ese mundo; mundo cuyo solo recuerdo nubla mi pensamiento y constriñe mi corazón en una lánguida agonía. Por ello, antes de hablar de la misión, quiero contar el pormenor que entorpeció el buen sendero a la doctrina de Dios, padre nuestro.
Llegué cubierto por la neblina una tarde húmeda y sofocante. Y otra vez, en medio de un misterio impenetrable, el eco del tambor mezclado con lamentos de voces que subían y bajaban por la enmarañada selva ardiente. Era un: Aaeee-aaoooh, aaeee-aaoooh; seguido del golpe en el cuero del tambor, que hacía sentir un efecto hechizante.
Los salvajes salieron a mi encuentro confundiéndose entre bestias y ritos herejes. Amainaba la tempestad, por lo que el protocolo con los jefes políticos de la región fue ligero. El caserío estaba encerrado por una tapia baja con entrada al embarcadero y otra con acceso al pueblo. Cincuenta tambos y una que otra casona bordeaban la única calle; al centro una pileta y al frente se alzaba la capilla con su campanario y al otro extremo, la inspectoría con dos celdas destinadas a hombres y mujeres, cada una con un cepo empleado para expiar sus pecados. Ahí, los dibujos obscenos y la inmundicia, indicaba la calaña de los confinados por la justicia.
Al día siguiente no salí. Me dediqué a revisar y ordenar la labor de mi antecesor. El tambo de vicario era como el de los demás; tenía forma cónica, construido con guayacán y cubierto con palma de chonta. En la parte superior un horcón periférico hace la veces de sostén y zarzo donde se almacena alimento o sirve también para dormir. Yo lo utilicé para lo segundo. De ahí podía observar a los infieles bailar sus ritmos africanos, y podía ver, con los ojos de Dios a los pecadores. El segundo día, como era domingo de pascua, me dediqué a pensar en los detalles para hacer mi entrada en la primera misa matutina. Tenía que dejarles claro, lo que significa un representante de dios en la tierra. Sabía que tenía que tratarlos desde un comienzo con rigor, y mi consigna fue clara: Sólo el temor de Dios todopoderoso, vence las desgracias de la soberbia, la lujuria y la avaricia. Tenía que trabajar con cuidado su ignorante altanería, su descarriada adoración y su exuberancia sexual. Porque como bien dice Fray Juan de Santa Gertrudis, estos infieles tienen todas las características de los judíos: son golosos, propensos a la idolatría, de natural ladrones y traicioneros. Adoran a dios con una mano y con la otra al diablo.
Apenas despuntó el alba, redoblaron las campanas. Fui implacable en el sermón; después, tierno y misericordioso. Les dije: Sólo sometiéndose de cuerpo y alma al Señor y en la tierra a su representante, sólo acatando las órdenes de su amo y los niños a los superiores, podrían salvarse de la hoguera del infierno. Fulminé con miradas feroces sus fetiches y cachivaches; sus partes íntimas mostradas al aire y dije que deberían aprender de los extranjeros, las buenas y no las malas costumbres. Después, sin asco ni recelo, lavé y besé sus pies sucios. La limosna fue copiosa y tenía que serlo, porque entre mis proyectos estaba el de hacer crecer como una palma, la iglesia de dios. Alabado sea el Señor.
El tercer día me di a la tarea de atender y escuchar a los jefes políticos de la región. Entre los personajes estaba Monsieur Bognoly, un francés amable y educado, suerte de amigo con quien, en los días que siguieron, podía menguar mis penas charlando de teología y de sus aventuras en la explotación de las minas de oro, donde había adquirido una inmensa fortuna. Yo no tenía más que atravesar la calle para estar en su estancia, una casa hacienda de las más confortables de la región. El quinto día lo dediqué a recorrer y conocer el vivir y sentir de los nativos. Terminaba mi labor de visitas cuando vi a la mulata. Serpenteaba entre la selva húmeda un insoportable calor maligno y ya la noche había caído impiadosa con sus depredadores mosquitos, y ella, ahí sentada, en medio de la oscuridad como un ángel nocturno cobijado por un halo de fuego infernal y en su frente la máscara de su extraño encanto. Al descubrirme, los ojos de la mulata chispearon como luceros perdidos en la noche. Se despabiló dejando entrever su joven figura y se esfumó llevada por el diablo en medio del croar de las ranas y la luz de las luciérnagas. Días después, habría de tenerla frente a la pila de agua bendita para volverla cristiana y borrarle el mal que la cortejaba. Se recostó desnuda, temblorosa, en el ara, mientras bajo el conjuro del agua bendita, lento y cuidadoso, rocié sus cabellos negros y enmarañados. Luego su rostro, sus ojos grandes y entornados de bestia sedienta y sus labios dispuestos al pecado y su cuello sensual y sus pechos cobrizos, parados como las astas de un toro. De ahí descendía la pasión por la cadera arremolinando el fuego bajo la pelvis; ahí me detuve, la bañé con sumo cuidado y en su parte íntima posé mis labios sintiendo el fuego que me abrazaba y en el cuerpo un temblor gelatinoso, mientras su miel corría como un riachuelo por sus vastas piernas. Después de un segundo baño, vestí a la niña y llamé a doña Petronila Ibañez. Mujer de principios, para que por encargo de Monsieur Bognoly, que había puesto sus ojos en Antonina y quien la había comprado, la educara en los buenos modales y en el decoro.
Monsieur Bognoly cultivó a Antonina en la educación y ya en su avanzada edad, los casé con una ceremonia inolvidable para el corregimiento. Pero en su felicidad, ya en sus últimos albores, vino la desgracia. Estaba Bognoly con su amada joven en el huerto de su estancia, un moribundo atardecer, cuando sintió que la muerte le atravesaba el cuello. El grito aterrorizado de la servidumbre llegó hasta mi zarzo ahogado en pesadumbre. ¡Han asesinado al amo! ¡Han asesinado al amo! Mi oración vespertina halló refugio en su cuerpo y dios, nuestro salvador, le tendió la mano en su gloria. Al acto estuve en el vil asiento de su muerte. El asta de la flecha yacía atorada en la nuez del gaznate, mientras el astil del dardo venenoso estaba en las manos de Antonina. En el velorio, esa noche, mientras rezábamos plegarias por la salvación de su alma, observé a los sinvergüenzas cabizbajos plañir su tristeza. Sabía que ahí estaría el asesino recogiendo su reptil cuerpo para pasar desapercibido. Pero ¡Óiganlo bien!, dios, que todo lo ve, acosará a la infeliz criatura, para que en remordimiento por su pecado, se entregue a la justicia. No se entregó. Tenía que andarme con astucias, porque estos indios y estos negros son desalmados y hábiles marrulleros. Sin embargo, no fue difícil la labor. En el sermón de la noche siguiente, dije que el Señor se me había presentado en sueños y con su dedo bendito me había indicado al culpable y, para asombrarlos, conté cómo y desde dónde había consumado el acto. Además, dije, que el joven (porque era un joven el asesino), era un alma de buena fe confundida por la astuta serpiente. Aquí mis indicaciones daban un segundo sospechoso. El jefe del comisariato era liberal, un ateo miserable, un viejo zorro de ojos maliciosos, en quien no podía confiar. Pero, sin duda alguna, el sermón dio pronto resultado. Un mulato fue sorprendido en huida al embarcadero, encontrando en su atuendo, un guante de tul blanco, con la primera letra de Antonina y tres dardos venenosos, sobrantes del complot. En el acto fue encarcelada Antonina, quien sorprendida por la acusación de complicidad y autora intelectual, no supo que decir. Pero ahí no termina todo.
CONFESIÓN
“Señor, escucha mi oración,
presta oído a mi súplica;
respóndeme por mi fidelidad
y tu justicia, ¡PERDÓNAME!
Desde mi zarzo había visto transcurrir los calurosos días, la lluvia, la tempestad, como también había visto crecer la fe en Monsieur Bognoly y en los más encomiables personajes de la región. Pero una noche de fiebre y tempestad desperté tarde y pude, por el vano de mi ventana, contemplar el abismo de la tormenta. Los tambores retumbaban en la pecaminosa noche y, cuando miré al aposento de Monsieur Bognoly, pude, con la luz de dios, ver el cuerpo sudoroso de Antonina flexionándose como palmera salvaje. Bognoly, acostado boca arriba la contemplaba en todo su esplendor y en sus ojos la lujuria se derramaba sedienta. Estiraba la lengua tratando de alcanzar lo que no podía con su miembro, mientras ella, como una víbora, ligera como una pantera, se contorsionaba bajo el halo del fuego que la envolvía en una llama de locura que flexible y rítmica se impulsaba al cielo en pos de alcanzarlo. Supe, en ese momento, que mi fiebre era su cuerpo, mi erección una verdad temible. Por un momento navegué en un liquido viscoso, ¡dichoso! ¡horrible!. ¡No!, no iba a permitir que mi rebaño, por lo que tan abnegadamente había luchado, se desvaneciera como un sueño.
En la mina de Monsieur Bognoly, había visto a un mulato observar a Antonina con ojos de bestia, lo había visto inclinarse ante ella y casi besar sus pies. Días después, en el confesionario quiso contarme su obsesión, su rebelde pensamiento, pero no lo hizo. Yo lo entendí y era suficiente. En respuesta a su silenciosa adoración por ella, a su libre albedrío, le dije que los deseos de su corazón son los deseos de dios y, sí para romper las cadenas, va la salvación, que sea la muerte del malvado, para conseguir la felicidad. Para los ojos del mulato, Bognoly era un tirano extranjero que no sólo se había apropiado de las minas de oro, también se había apropiado torturando, la vida de Antonina. Ella disfrutaba la buena vida, pero no los placeres de la carne, la bajezas del amor carnal.
Antonina solía usar en sus paseos, unos delicados guantes de tul blanco con unos ribetes rosa pastel y la primera letra de su nombre bordada en oro. Con precaución hice que el mulato se fijara en los guantes y que no se le olvidaran. En un guante de esos viajaron los dardos mortales a las manos del mulato. El día anterior a la muerte de Bognoly, para confirmar el ardid, hice repetir a Antonina, en presencia del mulato un salmo del evangelio que le había enseñado: “¡Hazlo! Si en ello está mi salvación, hazlo. Que muera la feroz bestia. Oh, salve el cielo”. Vi como el mulato la miró confabulándose con lo que debería hacer.
Del libro: Como sangre de tinta en el paladar. Santiago de Cali 1999
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"La experiencia interior"
De Eduardo Delgado Ortiz
Lanzamiento del libro de cuentos
Presenta Fernando Cruz Kronfly
Invita la 14 Feria del Libro Pacifico Colombiano
Lunes 20 de Octubre, 2008. 7.00 PM
Auditorio Cree. Universidad del Valle
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VER:
"La experiencia interior". Eduardo Delgado Ortiz. Cuentos.
http://ntc-narrativa.blogspot.com/2008_10_19_archive.html
Allí detalles del libro, del autor y texto de Cruz Kronfly en la contracaratula
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Publicó y difunde: NTC … Nos Topamos Con … http://ntcblog.blogspot.com/ , ntcgra@gmail.com
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